EVOLUCION HISTORICA DEL DERECHO MINERO

EVOLUCION HISTORICA DEL DERECHO MINERO.
Oro y plata. Esa era la promesa que alentaba a los conquistadores españoles que años después del descubrimiento de Cristóbal Colón, comenzaron a aventurarse hasta el nuevo continente, desafiando primero las aguas del Océano Atlántico y luego las inhóspitas tierras andinas, en busca de la ciudad dorada que suponían, se encontraba en algún lugar de las montañas.
Traían instrucciones precisas. “Todas las minas de oro, plata, plomo que se encuentren en el dominio del Rey son de propiedad de éste y nadie puede trabajar en ellas sin su mandato”. Así comenzaba el título de minería del Ordenamiento de Alcalá, dictado por el rey Alfonso XI en el año 1348, primera disposición de la legislación castellana que regiría en los nuevos territorios descubiertos por la corona española.
A falta de una legislación particular, las nuevas autoridades de “Indias”, recurrirían durante años a estos textos hispanos, para aplicarlos supletoriamente a las situaciones locales. Esas disposiciones permitían el libre cateo y la búsqueda de metales, aunque los mineros debían entregar a la Corona las dos terceras partes de todo el producido.
Pero no fue lo mejor del viejo continente lo que llegó al sur de México, en los primeros tiempos de la conquista. Cuando en 1544 el Capitan Juan Villarroel encontró, casi por casualidad, la primera gran veta de plata que tanto habían buscado, se desataron la codicia y la desorganización entre los mineros. El cerro rico- bautizado luego Potosí- en el Alto Perú (actual Bolivia), a 4700 metros de altura sobre el nivel del mar, era finalmente la ciudad dorada y a sus pies se levantó una villa que en muy poco tiempo desbordó de riqueza las arcas españolas. Sin embargo, según crónicas potosinas de la época, tan pronto los conquistadores “encontraron fortunas fabulosas con la explotación de las minas, se dedicaron a dilapidarlas importando perlas de Ceylan, especias de Malasia y telas de Oriente…”
Por eso, antes de cumplirse un siglo de la llegada de la Santa María, se hizo evidente que el nuevo territorio necesitaba una legislación particular para la minería.
El primero en advertirlo fue Don Francisco de Toledo, virrey de Perú. Toledo comprendió que aquello “como es cosa natural, ha de acabarse, como todo se acaba algún día”. En realidad, el virrey vislumbró lo que sólo sucedería casi tres siglos después, una vez que según las historias más dramáticas, el Potosí se cobrara la vida de 6 millones de personas, entre indios y esclavos que durante 300 años murieron en la tarea de arrancar los metales de aquel cerro.
Así, Toledo se adelantó a su época y en el año 1574 dictó las Ordenanzas que llevan su nombre (Ordenanzas de Toledo) y que se convirtieron en el primer cuerpo legislativo sobre minería dictado en el territorio americano. De hecho, gran parte de las normas que luego formaron el Código de Minería Argentino fueron inspiradas en aquellas ordenanzas.
LA MITA Y EL PUEBLE MINERO
La idea de Toledo, era aprovechar al máximo, la riqueza que brotaba del Potosí. A raíz de ello, introdujo el método de beneficio de los metales por medio del azogue, conocido como “sistema de patio de Bartolomé de Medina”. Hasta ese momento se utilizaba el sistema de fundición a través hornos. A medida que la ley del mineral bajaba, aumentaba la dificultad para obtener la plata. Entonces se crearon los patios, en dónde se construían estanques rectangulares de madera, dentro de los cuales se amalgamaba el metal con mercurio y sal.
El virrey también fue el creador de la “mita”, un sistema de trabajo en las minas por el cual llevó miles de indígenas al Potosí. Este sistema dio luego origen al “pueble” que durante años rigió en el ordenamiento minero argentino.
Toledo quería evitar que se abandonara la explotación de las minas, y a consecuencia de ello dedicó el título séptimo de las ordenanzas a señalar los procedimientos para desapoderar al minero que no trabajara sus pertenencias. A la obligación de trabajar la mina dentro de los tres meses de registrada y hacer un pozo de seis varas de hondo y tres de ancho , “para alumbrar la veta”, iba unida la sanción de considerar la mina como “despoblaba “ y adjudicarla al primero que la pidiera. Además las ordenanzas eran estrictas con respecto al personal que obligatoriamente debía ocuparse (8 indios o 4 negros en las minas de 60 varas y 4 indios o 4 negros en las de 30 varas). De no observarse esta prescripción legal durante seis días contínuos, se la daba por despoblada y se adjudicaba nuevamente.
Las minas, ingenios, herramientas, metales, esclavos y demás elementos mineros eran inembargables y los acreedores no podían ejecutarlos. Tampoco podía encarcelarse a los mineros por deudas, fuera de la localidad en dónde trabajaban.
Pese a las espantosas condiciones de trabajo de los indígenas, Toledo procuró atenuar los abusos a que se los sometía. Por eso, reglamentó las tareas “los indios entrarán a trabajar hora y media después de salido el sol y a medio día se les da una hora para comer y descansar “. Sin embargo, años mas tarde ésta disposición fue derogada por otras que volvían a establecer el trabajo “de sol a sol”
En cuanto a los descubrimientos y registros, las ordenanzas toledanas establecían que ningún minero tuviera más de seis minas en su poder por ningún motivo, pudiendo denunciarse las “demasías”, pasando éstas a poder del denunciante. En cuanto a las medidas, el descubridor podía tener una de 80 por 40 varas, más otra que no fuera contigua de 60 por 30. A continuación de la mina descubierta, llamada “la descubridora”, se debía dejar una mina para la Corona. Esa era la mina “del Rey” o de su Majestad. En caso de que los descubrimientos se hicieren en fundos privados, el minero estaba obligado a entregarle al propietario del suelo, el uno por ciento del producido de la mina.
Otro instituto que pasó a nuestra codificación fue la posibilidad de “seguir la veta” cuando por su inclinación se internaba en pertenencias ya registradas, debiéndose repartir entre ambos propietarios el metal obtenido.
NUEVA ESPAÑA
Sin embargo, dos siglos después de la aplicación en las indias de las ordenanzas de Toledo, un grupo de mineros mexicanos presididos por don Joaquín de Velázquez Cárdenas de León, se dirigieron al viejo continente para exponer la desorganización en que se encontraba la minería del virreinato, la inexistencia de un gremio organizado de mineros, y la necesidad de formar personal técnico adecuado para el mejor aprovechamiento de los metales. Fue así como en 1783, se sancionaron las ordenanzas de Nueva España (México) que vinieron a reemplazar a las de Toledo, y se aplicaron en varios países de la región, inclusive en el nuestro.
A estas ordenanzas se le debe la creación de los Bancos de Avíos, para “formar, conservar y aumentar el Fondo dotal de la Minería”, además de gran parte de la burocracia que imperó en la materia durante muchos años.
Se establecieron diputaciones mineras, dónde los mineros debían registrar sus descubrimientos, quedando obligados a realizar dentro de los noventa días, un pozo de una vara y media de ancho por diez de hondo para que uno de los diputados, asistido por un escribano de minas, determinara las características de la mina denunciada.
Existía también un Real Tribunal de Minería para resolver los conflictos que se presentaban en la actividad. Este tribunal estaba incluso por sobre las diputaciones mineras. Se crearon además juzgados penales de minería y Juzgados de Alzada que se integraban con un oidor que nombraba el virrey y dos mineros, a fin de que se apelaran allí los pleitos de más de 400 pesos. Había cuerpos de peritos facultativos de minas y peritos beneficiadores, que obligatoriamente debían asistir a los mineros en sus trabajos y adecuar éstos a las reglas de la ciencia mineralógica.
El REGLAMENTO DE MAYO
Las ordenanzas de Nueva España fueron aplicadas casi inmediatamente después de su sanción, en México, Chile y Perú. Sin embargo, en un principio fueron resistidas en el Río de la Plata. Aquí se pretendía una legislación propia, adecuada a estos territorios.
De cualquier manera, pasaron varios años antes de que la Asamblea del año XIII abordara el problema con decisión, dictando un reglamento conocido como “Reglamento de Mayo”. Este, si bien no innovaba con respecto a la vigencia de las ordenanzas de Nueva España, avanzaba sobre ellas en varios aspectos.
La ley creada por el ministro de Hacienda del Triunvirato, don Manuel José García, abría un nuevo campo a la industria minera aceptando el provechoso concurso del extranjero y dando por tierra con las medidas de rigor que contra ellos contenían las demás legislaciones. Desde el punto de vista económico, se establecían medidas saludables como la facultad de exportar metales y la posibilidad de obtener ventajas para el comercio y la explotación.
EL BANDO DE BARRENECHEA.
Sin embargo, el reglamento de la Asamblea, no tuvo el éxito esperado. En aquel momento, la explotación minera nacional no despertaba demasiado interés en el exterior y los preceptos de Garcia cayeron en desuso.
Fue entonces, cuando alrededor de 1818, el gobernador de La Rioja, Diego de Barrenechea, se acercó al gobierno central para que éste interviniera en el “Famatina”, única esperanza local de obtener minerales, luego que en 1815 se perdiera el Potosí con la creación del Virreinato del Río de la Plata.
Barrenechea aspiraba a que se reimplantaran las ordenanzas de Toledo. El gobernador no estaba de acuerdo con las normas de Nueva España que le habían otorgado demasiada autoridad a las diputaciones de mineros, “cometiéndose toda clase de abusos, ya que estos se hacen de las mejores minas y dejan a los demás mineros a su arbitrio y sin dirección alguna”
A raíz de ello, el Director Supremo Pueyrredón, aceptó que el riojano dictara un “Bando o Reglamento “ de 27 artículos en el que regulaba la actividad de los mineros de la zona.
Barrenechea estableció la existencia de un libro o registro, dónde se asentarían todas las partidas de las posesiones mineras y la obligación de los mineros para que en el término de 30 días tomen sus pertenencias “y las amparen con sujeción a las ordenanzas peruanas”.
De ésta manera, regresó al sistema de “pueble” que había creado la normativa del virrey Toledo.
El Bando de Barrenechea que había sido jurado por los mineros, el 19 de mayo de 1818, recibió duras criticas. Las principales las efectuó el alcalde veedor de Famatina, don José Victor Gordillo, quien lo acusó de haber sido impuesto por la fuerza, abochornando a los mineros que se negaron a cumplirlo. Por otra parte, Gordillo afirmaba que el Bando contradecía las Ordenanzas de Nueva España, derogando la jurisdicción de los jueces y diputados mineros y obligando a los propietarios de las minas a llevar las causas ante el mismo Barrenechea. Este, según las palabras del alcalde, “se hizo juez privativo del gremio, sin haber hecho saber hasta la fecha los despachos que lo acreditan”
A partir de 1820 y hasta 1853, el derecho minero patrio entró en un cono de sombras.
Las provincias actuaban de acuerdo al poder público que las dominaba y cada una puso en vigencia sus reglamentaciones. O bien ratificaban la vigencia de las Ordenanzas de Nueva España, o bien le introducían modificaciones, de acuerdo a los intereses del gobierno de turno.
Según el historiador Joaquín V. Gonzalez, “los antiguos dueños de minas las conservaban, ya sea porque nadie se aventurase a pleitos de denuncio por despueble o abandono, ya porque refugiados ellos mismos en las soledades de los montes, sirviesen de amparo a sus propias concesiones.”
EL ESTATUTO DE HACIENDA Y CRÉDITO.
Finalmente, luego de años de vacío legal, la Constitución Nacional de 1853, encomendó al Congreso la tarea de dictar el Código de Minería. Hasta tanto se elaborase ese cuerpo legal, el organismo sancionó ese mismo año, el Estatuto de Hacienda y Crédito de la Confederación, cuyo titulo X estaba dedicado a la Minería.
Esa norma, creada por el diputado Mariano Fragueiro, comenzaba estableciendo nuevamente la vigencia en todo el territorio nacional de las ordenanzas mejicanas, con las modificaciones que hubiesen establecido las provincias.
Pero también introducía la figura del “canon minero” para conservar la propiedad de las minas, derogando el sistema de amparo, y la obligación de “trabajo” exigidas por las ordenanzas. El artículo 11 del Estatuto aclaraba: “ No es legal el título de propiedad sobre una mina, si no está registrado o si no se ha pagado la contribución. La mina poseída con título legal no puede denunciarse por ningún otro artículo o disposición de la ordenanzas de minas”.
La aplicación del Estatuto no fue uniforme. Muchas provincias lo ignoraron, y en otras se suscitaron graves controversias que terminaron en la Corte Suprema de Justicia. La confusión legislativa era tal, que aún cuando el máximo tribunal decretó en varios fallos la vigencia de la ley de Fragueiro, las distintas jurisdicciones continuaron aplicando sus propias leyes.
LA CODIFICACIÓN.
No fue fácil conseguir una ley uniforme, y menos lograr que la misma convirtiera al país en una nación con minería. De hecho, pasaron muchos años antes de que esto sucediera.
En 1862, el Poder Ejecutivo, encomendó a don Domingo Oro, la elaboración de un proyecto de Código Minero. Oro era un destacado político, entendido en cuestiones de minería, ya que había sido diputado de minas en San Juan.
El jurista tardó un año en entregar su trabajo. Sin embargo, éste Código nunca se sancionó.
Según comentarios de Pedro Agote “ la atribución de la propiedad minera a la Nación, en perjuicio de las provincias en dónde se encontraban los yacimientos, había sido la causa decisiva de su postergación “sine die”, pues estaba en pugna con los principios federativos de la Constitución Nacional.”
Sólo veinte años después de aquel intento, - el 1 de mayo de 1887- la legislatura convirtió en ley el proyecto de Código Minero que había pergeñado el jurista cordobés Enrique Rodríguez.
Rodríguez tomó como base de su obra, el proyecto que había realizado Oro, pero entre otras cosas, modificó el artículo que otorgaba la propiedad de las minas a la Nación. En adelante ese párrafo se leería “la propiedad de las minas será de la Nación o de las provincias, según dónde estén ubicadas”.
Pese a ello, fue severamente criticado. El motivo: No haber logrado superar las ordenanzas mejicanas que tantos conflictos habían causado en la minería nacional.
Según el abogado Manuel Sáez, juez de San Luis y uno de los más acérrimos opositores a la obra de Rodríguez: “el Código, no se separa en un solo punto importante de la legislación vigente, a la cual hay que atribuir el estado deplorable de la industria minera en nuestro país, deja sin satisfacer la necesidad que se manifestó de tener un código para dar impulso a una industria minera muerta, que puede con una reglamentación distinta, convertirse más o menos tarde, en una fuente abundante de riqueza nacional”
UN SIGLO DE ATRASO.
El Código de Rodríguez- que con muchas modificaciones, es el que ha llegado hasta nuestros días- fue concebido en su estructura básica, como un código de vetas, de la misma manera que lo eran las ordenanzas coloniales en las que se inspiró, aún cuando ya a fines del siglo pasado eran conocidos los yacimientos de minerales de baja ley, denominados “yacimientos pobres”.
Así lo expresa un intento de reforma que se produjo en 1889, dos años después de la sanción del Código, con el objeto de adaptarlo a las necesidades de la minería a gran escala. Ese intento, no prosperó, pero según autores actuales como el doctor Edmundo Catalano, “se proponía cambiar el sistema rígido del Código, por uno más flexible y adelantaba en un siglo las modificaciones introducidas en su texto, recién en 1993”
Los primeros treinta años que transcurrieron desde la puesta en vigencia del Código no trajeron ninguna expansión de las actividades mineras.
La minería quedó relegada a la explotación de canteras y de algunas minas de cobre, oro y sal, en pequeña escala. Las viejas minas de cobre y oro de Famatina y Capillitas en La Rioja y Catamarca, dejaron de producir y los establecimientos de fundición para beneficiar minerales cerraron sus puertas frente a la competencia introducida en los mercados por los minerales de baja ley.
En su momento, se atribuyó el problema al sistema de “amparo” o “pueble”, representado por el trabajo obligatorio con operarios como mecanismo para conservar la propiedad de las minas.
Este sistema remitía a la “mita” que había creado el virrey Toledo para organizar el trabajo de los indios en el Potosí hacía más de tres siglos.
Sin embargo, el amparo recién se eliminó de nuestras leyes en 1917. Se sustituyó por un sistema mixto, de pago de un canon más inversión de capital.
Pero según Catalano “el problema no estaba allí. Era el propio sistema legal de concesiones lo que había que reformar, la forma en que se concedían las pertenencias a particulares, mas que la forma en que se mantenían las mismas”
Durante los años siguientes y hasta la década de los noventa, poco y nada se hizo en materia de reforma de las leyes mineras. Sólo en los años 1979 y 1980 se incrementaron los valores del canon, pero el Código de Minería no sufrió grandes modificaciones.
Recién en los años 90´ se encararon las modificaciones que hoy en día nos rigen y que significaron una verdadera transformación para la industria minera. La minería de pequeña escala, de tipo artesanal que se había fomentado durante el siglo XIX sólo había servido para detectar la presencia de áreas mineralizadas en nuestro territorio, pero poco había hecho para aprovechar un territorio vasto y rico en minerales como es la Argentina.
Después de años de quietud, se reemplazó el último estatuto de promoción minera por la ley 24.196, de Inversiones Mineras. Se introdujeron profundas reformas en el Código de Minería para borrar de sus normas el corte netamente colonial con el que había sido creado.
En 1995 la ley 24498 de actualización minera intensificó los cambios, eliminando las limitaciones de antaño, en cuanto al tamaño de las concesiones de exploración y explotación. Se modificaron los sistemas para ubicar los pedimentos mineros, se otorgaron beneficios impositivos para atraer inversores que estuvieran dispuestos a aportar el capital de riesgo necesario para este tipo de emprendimientos.
También se dictaron leyes de protección ambiental cuyo articulado se incorporó al Código (ley 24.585) y se promovió la exportación y el comercio de minerales.
Muchos creen que sin embargo, nos encontramos a mitad de camino.
Si se tardó un siglo en ubicar los yacimientos, otro en conseguir que los mismos fueran explotados, cuánto habrá que esperar para que finalmente sean motivo de una verdadera industria en nuestro país?